En esta serie de entradas vamos a tratar de un tema menos conocido para los que se encuentran fuera del mundo de la ciencia, pero que es de una importancia crítica para su desarrollo actual. Nos referimos a las publicaciones científicas. En la actualidad, aunque esto no trascienda a los noticiarios de la televisión, existe una verdadera crisis del modelo de difusión de los resultados científicos. Términos como “factor de impacto”, “citaciones” (no del juzgado precisamente), “índice H”, “acceso abierto” y, sobre todo “no puedo pagar tanto por las suscripciones”, son comunes en los círculos académicos y científicos. Intentaremos dar unas pinceladas de su significado y de por qué son tan importantes para los investigadores, pero quizá antes haya que responder a la pregunta: ¿cómo hemos llegado hasta aquí? Ese es el momento en el que en las películas hay un fundido en negro y se produce el consabido “flashback”. Vamos a ello.
LA DIFUSIÓN DE LA CIENCIA
El comienzo de la actividad científica, tal y como la entendemos actualmente, puede situarse hacia el siglo XVII, cuando se conocía como Filosofía Natural. A este siglo pertenecen, por ejemplo, Isaac Newton, Robert Boyle y Gottfried Leibniz. También en ese siglo se creó la más antigua sociedad científica del mundo, entonces bautizada como la The Royal Society of London for Improving Natural Knowledge, que se acabó abreviando en Royal Society, sin más. Los resultados de las investigaciones se difundían en forma de conferencias, monografías o libros, principalmente, aunque las publicaciones periódicas científicas más antiguas, tales como Philosophical Transactions of the Royal Society (fundada en 1665) también pertenecen a esta época. Lo de Philosophical, de nuevo, hace referencia a la Filosofía Natural. Precisamente, la tardanza de Newton en publicar sus trabajos sobre el cálculo diferencial e integral fueron el origen de su agria disputa con Leibniz. La actividad científica era practicada por muy pocas personas y hasta el siglo XIX las cosas no cambiaron demasiado. Precisamente el siglo XIX vio nacer algunas prestigiosas publicaciones que todavía hoy siguen editándose: Nature, que vio la luz en Gran Bretaña en 1869, y su contrapartida estadounidense Science, publicada por primera vez en Nueva York en 1880. También de esta época son las primeras revistas científicas especializadas en química, como el Justus Liebigs Annalen der Chemie (en alemán), fundada en 1832, o la prestigiosa the Journal of the American Chemical Society, fundada en 1879. Desde el mismo comienzo de las revistas científicas se instauró el método de la “revisión por pares” (o peer review en inglés), que no quiere decir que lo revisara un número par de lectores, sino que los artículos enviados para su publicación deben ser revisados y aprobados por otros científicos como los autores (sus pares), capaces de comprender el trabajo y evaluar la idoneidad del mismo para su publicación. En esencia, este método se ha mantenido hasta nuestros días. Los científicos sabemos que nuestros artículos deberán pasar el escrutinio de al menos dos o tres revisores (o referees, en inglés), antes de poder ser aceptado para su publicación. Al mismo tiempo, también actuamos como revisores de los trabajos de otros, ya que el trabajo de referee no está profesionalizado y las revistas buscan constantemente expertos en distintos campos que quieran actuar como revisores de forma altruista. Este sistema actúa como un filtro que, en principio, evita que se publiquen trabajos de poca calidad o cuyas conclusiones no están bien fundamentadas. Como toda actividad humana, está sujeto a errores y malas prácticas, pero hasta la fecha no se ha encontrado un sistema mejor ni más equitativo.
El siglo XX supuso un verdadero “boom” para la actividad científica. Más científicos, más resultados que comunicar y difundir. La ciencia es una actividad cooperativa y sinergística en su mayor parte, y el cliché del investigador solitario que realiza un gran descubrimiento pertenece solo al imaginario popular. Todo ese volumen de investigación y resultados se tradujo en un aumento también espectacular del número de revistas, así como en una especialización cada vez mayor. De repente, publicar se convirtió en algo vital para los científicos: un gran número de publicaciones era un indicador de una gran actividad de éxito, y la concesión de fondos para la investigación, así como la carrera personal de los científicos empezó a depender del número de sus publicaciones. La expresión del título: “publica o perece” (de nuevo una traducción de la expresión original en inglés: publish or perish) se acuñó hacia los años 40, y continúa en vigor. Pero, ¿solo del número? Por supuesto que no: también de la calidad. ¿Y cómo se mide la calidad?
GARFIELD ENTRA EN ESCENA
No, no nos referimos al famoso gato, amante de la lasaña, sino a Eugene Garfield, uno de los padres de la bibliometría, además de fundador del Instituto para la Información Científica (ISI), que puso en marcha la Web of Science (actualmente Web of Knowledge), enormes bases de datos que recogen artículos sobre ciencia y tecnología. Garfield introdujo el concepto de citación como índice de calidad de un trabajo. Los buenos artículos serán citados con más frecuencia que los malos o simplemente irrelevantes. Un estudio estadístico pronto demostró que un núcleo relativamente pequeño de revistas acumulaban un gran porcentaje del total de citaciones. Asimismo, se comprobó que el mayor número de citaciones que un artículo recibía se producía, en promedio, en los dos años siguientes a su publicación. Con estos ingredientes, Garfield creó el “factor de impacto” de una revista, que no es otra cosa que el número de citaciones que han recibido en un año determinado los artículos publicados en los dos años anteriores, dividido por el número total de artículos publicados en esos mismos años. Por ejemplo, la revista Nature recibió en 2011 un total de 62.691 citas a los 1.728 artículos publicados en 2009 y 2010. Su factor de impacto para el año 2011 será entonces 62.691/1.728 = 36,28. De alguna manera, esto nos dice que, en promedio, cada artículo publicado en Nature será citado unas 36 veces al año, al menos en los primeros años siguientes a su publicación. Este número es bastante elevado, lo cual está de acuerdo con la gran calidad atribuida normalmente a esta revista, sobre todo si tenemos en cuenta que una gran cantidad de artículos publicados (del orden de la mitad en algunas áreas) no son citados jamás. La introducción del factor de impacto fue todo un éxito, y sirvió para cuantificar la calidad de la producción científica. Así, los investigadores no solo están presionados para publicar, sino para hacerlo en revistas de “alto impacto”.
Pero, de alguna forma, este sistema introdujo cambios en el propio sistema editorial. La presión por publicar, unida a la necesidad de tener acceso a las publicaciones del resto de los investigadores que trabajan en el mismo campo fue el origen del gran negocio en que se han convertido las editoriales de revistas científicas, tanto las de capital privado como las dependientes de sociedades nacionales, como la Royal Society of Chemistry o la American Chemical Society. Pero de esto hablaremos en próximas entregas…
Apasionado en la lectura del texto… me he sentido con la miel en la boca cuando… se ha acabado!!! Espero que la gente que lea esta entrada tenga la misma sensación… y esté el próximo viernes esperando la siguiente entrega…
Estupendo! Aunque me sé parte de la historia… ya espero la segunda entrega…
Un abrazo
Fernando J. Lahoz
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